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Para dos niñas indígenas en Guatemala, las uniones tempranas significan el fin de sus sueños
- 14 Febrero 2022
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ALTA VERAPAZ y TOTONICAPÁN, Guatemala – A los 15 años, Quetzali* solo había tenido contacto telefónico con un soldado de 22 años que había conocido a través de su tía. El soldado la convenció para que conociera a su familia; pero cuando Quetzali fue a su casa que quedaba en un pueblo distinto, le impidió regresar. Así terminó Quetzali con una pareja que no era de su elección: “Al principio me sentí presionada y confundida. Después me sentí decepcionada y engañada".
No hubo proposición, compromiso, ni boda. “Yo no quería; pero él y mi tía insistieron. Al principio mis padres no estaban de acuerdo con la unión, pero él les ofreció 5,000 Quetzales [cerca de 650 dólares estadounidenses] siempre y cuando yo dejara de ir a la escuela”, recordó. “Mis padres finalmente se convencieron. Teníamos una gran necesidad de dinero, así que acepté vivir en unión".
El matrimonio infantil se ha descrito como un problema invisible en América Latina y el Caribe, es la única zona del mundo que no ha visto disminuciones significativas de esta práctica nociva en los últimos 25 años. El matrimonio infantil aquí suele darse en uniones informales, o de convivencia, y una de cada cuatro niñas es está casada o vive en unión temprana antes de cumplir 18 años. En Guatemala, donde la edad legal para casarse es de 18 años, la prevalencia es del 29,5 %, entre las más altas de la región. Las uniones tempranas son comunes entre las comunidades indígenas y rurales. Incluso si en muchos países hay edades mínimas para contraer matrimonio, las uniones informales, o parejas de hecho, pasan desapercibidas de las autoridades que están llamadas a hacer cumplir la ley, o bien se permite el matrimonio de menores de 18 años con el consentimiento de sus padres, tutores, según las normas de consentimiento religioso o por orden de las autoridades.
Cualquiera que sea la terminología, las consecuencias son esencialmente las mismas. En las uniones informales, o parejas de hecho, se confieren menos protecciones que en los matrimonios reconocidos por el Estado, como la pensión alimenticia y la manutención de los hijos. Es común que los hombres abandonen a sus parejas, como también lo es, el que nieguen la paternidad de los hijos concebidos en el seno de la unión.) Las niñas corren el riesgo de sufrir violencia a manos de sus parejas y de sus suegros, incluso si se unieron para escapar de la violencia en su hogar. Abandonar la escuela compromete las perspectivas de empleo y la estabilidad económica futura de las niñas, incluso si, como en el caso Quetzali, optaron por vivir en pareja para escapar de la pobreza. (En su departamento, Alta Verapaz, el 83,1 % de la población vive por debajo del umbral de pobreza, y su familia nunca recibió el precio prometido por la novia.) Si las niñas esperaban encontrar la libertad de sus padres estrictos o de un hogar sofocante, al unirse muchas veces descubren nuevas restricciones que les imponen sus parejas, desde la ropa que deben llevar hasta con quiénes pueden.
Daniela*, de 19 años, y su pareja de 20 años vivieron juntos durante dos años antes de que recientemente se casaran por la vía legal. Aunque el suyo se considera un matrimonio por amor, ella también se casó porque quería aliviar la carga económica que pesaba sobre su familia: su madre crió sola a dos hijos en el Departamento de Totonicapán, donde el índice de pobreza es del 77,5 %. “Algunos días no teníamos qué comer; la mayor parte de mi ropa me la habían regalado los vecinos, y en muchas ocasiones no teníamos dinero para estudios o medicinas”, relató. “Quería liberar a mi madre de tantos gastos”.
La pareja abandonó la escuela secundaria: él trabaja como albañil mientras ella cocina y limpia para él y su familia. “Ahora tengo tres comidas al día. No son banquetes, pero ya no paso hambre”.
Daniela ya no tiene amigos, porque no sale (“seguramente los amigos que tenía están dedicados a los sus estudios, y nuestras vidas son muy distintas ahora”). Su independencia ha sido otra víctima. “Tengo que pedir permiso para salir. No puedo decidir por mí misma, por ejemplo, tengo que pedir permiso si quiero ir a visitar a mi madre”, explicó. “Tuve que pedirle permiso (a mi marido) antes de poder responder a esta entrevista. Todo lo que hago tiene que ser aprobado por mi marido”.
Después de unos meses, la pareja de Quetzali se tornó física y emocionalmente abusiva. Él le daba 65 centavos por para los gastos, pero cuando quedó embarazada, dijo que el bebé no era suyo y la envió de vuelta a su familia. “Es muy difícil cuidar a mi hijo sola”, se lamentó Quetzali, que ahora tiene 16 años. “Tengo miedo de no poder mantenerlo ya que no tengo estudios. Aunque parezca imposible, quiero terminar mis estudios”.
Si las circunstancias de Daniela hubiesen sido distintas, habría recibido una educación y obtenido un trabajo antes de entrar en una unión temprana. Si así fuera, podría apoyar a niñas en su situación (“les diría que los problemas no se resuelven casándose”) y ayudaría a su madre y a su hermano. Encontraría una la manera de estudiar una carrera en medicina. En cambio, se lamentó, “mis sueños e ilusiones se han truncado”.
El UNFPA trabaja con organizaciones como AFEDOG y Population Council para ayudar a poner fin al matrimonio infantil en Guatemala.
*Se han cambiado los nombres para fines de privacidad y protección.